Dolores que son señales. Señales inequívocas de que algo en nosotros quiere salir y liberarse. Dolores que nos asustan y atenazan. Dolores que gritan y esconden, que piden ser vistos para poder curarse.
Esta semana sentí dolor. Un dolor inmenso, infinito. Un dolor que parecía capaz de apoderarse de mí y destruirme, que me desgarraba, que me presionaba el pecho y cerraba mi garganta. Que dolía en el cuerpo y que liberaba el Alma. Sentí un dolor lleno de rabia, de frustración y de llanto. Un dolor sordo, pasado, antepasado. Un dolor que estaba grabado en mis células. Lo sentí y lo dejé ser. Sin juicio, solo me metí dentro. Buceé en él y lo hice hasta donde mi respiración y mi cuerpo me dejaron. Así, poco a poco, se fue yendo. Lentamente, entré en un estado de vacío, de calma, de serenidad que raras veces había tenido.
Esta semana sentí dolor porque me permití hacerlo, porque no escuché a mi mente y ni a su juicio. Hice oídos sordos al “no vas a salir de ahí”, al “no entres”. Dejé que mi cuerpo de dolor hablara, que gritara y llorara porque sabía que al hacerlo, estaría acercándome más a la paz y felicidad que anhelo.
El cuerpo del dolor en todos nosotros es esa memoria que acumula tristezas, limitaciones, frustraciones, negaciones, rabias y duelos. Esa memoria que se refleja en nuestro cuerpo, en sensaciones, en emociones, también en malestar físico. Es memoria emocional que, si no es vista y expresada, se convierte en coraza que nos separa del Alma.
Escuchamos sin cesar que todo lo que buscamos fuera, en realidad, lo tenemos dentro. Y así es. El amor, la paz, la felicidad, la armonía, la abundancia o la plenitud son nuestros. Como dice Un Curso de Milagros “la Verdad nunca puede ser amenazada”. La cuestión es que nuestro cuerpo de dolor, esa densa o ligera oscuridad, en cada uno tiene una densidad, tapa nuestra luz. Tapona lo que en realidad somos, y si no lo atravesamos, si continuamos engañándonos, buscando formas de mantenernos a flote sin sumergirnos en nuestras profundidades dolorosas, entonces…
Estoy segura de que prestarías tus brazos para recoger el dolor de alguien a quien quieres. Estoy segura de que, si te apartas de tu mente y del miedo a que duela, también podrás hacerlo contigo. Bucear en tu dolor, llorarlo hasta que ya no quede. Salir de tu agua oscura y estancada, ahora siendo ilimitado, libre, y pleno. Yo sé que puedes.
Dolor que al sentirte sin juicio y sin mente, me regalas la libertad que tanto anhelo.
Feliz presente,
Almudena Migueláñez.