Dejé de defenderme cuando me di cuenta de que fuera nunca hubo guerra, de que la vida solo refleja lo que está ocurriendo en mi casa interna. Dejó de importarme que las cosas fuesen como yo quería y comencé a atreverme a vivir la vida tal y como es, sin ponerle la carga de mis expectativas.
Dejé de darle valor al sacrificio y a la lucha cuando entendí que la renuncia y el sufrimiento jamás tendrían recompensa. Dejé de tenerle miedo al “no”, a decir lo que pienso, lo que quiero y lo que siento. Dejó de importarme lo que los demás opinan de mí, lo que creen que soy. Me di cuenta de que sus juicios no me pertenecen a mí, sino a ellos.
Dejé de creer que el merecimiento depende de lo que yo haga o de lo que yo dé. Merecemos por ser. Dejé de desear que fueras diferente, que me quisieras como yo creí necesitar. Dejé de hacerlo cuando entendí que si quiero que algo cambie, el cambio empieza en mí. Dejé de victimizarme porque no me sentaba nada bien, porque es mucho más liberador comenzar a tomar decisiones y a responsabilizarme de quien soy. Dejé de sentirme culpable cuando aprendí a verme con compasión. Cuando me pedí perdón por cada juicio que hice contra mí.
Dejé de intentar controlar cuando acepté la muerte y la impermanencia de todo. Dejé de renunciar a lo que quiero y a lo que necesito al darme cuenta de que mi cuerpo enferma si estoy en deuda conmigo. Dejé de poner por delante a los demás y comencé a priorizarme a mí. Está siendo toda una revolución. Dejé de hacerle caso a mi mente, a ese murmullo incesante, castigador y limitante. No sirve para nada, es aburrido y muy frustrante. Dejó de importarme saber o tener razón. Me he dado cuenta de que soy mucho más libre y más feliz diciendo “no sé” o “me equivoqué”.
Dejé de cargar mis hombros con mochilas que no son mías. Lo justo es colocarlas en las espaldas de sus dueños. Nunca dejaré de tener miedo, pero sí, por fin, dejé de creérmelo.
Feliz presente,
Almudena Migueláñez.