Septiembre es un mes de revisión y de purga. Es el mes que necesitamos para preparar nuestro otoño. Septiembre nos ayuda a seleccionar aquello que queremos y que debemos llevarnos del verano que, lentamente, comienza a cambiar de color. Septiembre, que dice adiós a un ciclo y da la bienvenida a otro, nos pide adaptación.
A mí, el último mes del verano me lleva a un recuerdo insistente de lo que he vivido durante mi estación favorita, y me ayuda a guardarlo en mi retina para no olvidarlo nunca.
A mí, septiembre me pide que recuerde el privilegio y el regalo que es la vida. Me lleva a darme cuenta de que el asunto de afrontar la muerte es una tarea pendiente y de que los que se van, en realidad, siempre estarán porque nunca se han ido. Septiembre me dice que este verano he aprendido que no se puede dar a quién no está preparado para recibir. Me susurra que dejar ir es igual de importante que sostener y que debo saber cuándo es el momento de soltar y cuándo es el momento de retener.
Septiembre me trae los instantes en los que solo ha habido corazón, en los que he dejado ser a mi vulnerabilidad, en los que, únicamente, he sido yo. Me conecta con la importancia de la amistad, de los ratos compartidos, y de las experiencias vividas. El final de verano me susurra al oído que nunca olvide lo importante que es cuidar, atender, y abrazar. Me obliga a que nunca más me olvide de disfrutar, de descansar y de desconectar. Me incita a confiar. Me pide que retenga el olor a mar.
Septiembre me ha dicho que recuerde esos días de agosto en los que ocurrieron milagros y me confirma que sucedieron porque yo no los estaba pensando. Septiembre y el verano me han invitado a que me comprometa a vivir como los niños que han estado a mi lado.
Vivir como si fuera una niña es mi propósito después de este verano.
¿Qué recoges de tu verano?
Feliz presente,
Almudena Migueláñez.